El borde era un camino: no cruzar es otra forma de fuga

- Leer con la musica que está abajo
El silencio también es un texto
Caminaba en silencio por la carretera, cuando un paisano detuvo su camioneta sin decir palabra. Apenas levantó la mano, como quien aparta una mosca o da una orden cansada. Subí a la caja, entre costales rotos y restos de maíz. El motor rugió apenas retomamos la bajada desde Tapalpa, en los Altos de Jalisco. Era mi segunda vez por esa ruta, pero esta vez —lo sabía— no habría retorno.
Llevaba días sin hablar con nadie. Y eso, para alguien como yo, había dejado de ser raro. Después de años de vivir del habla, de justificar la existencia a través de discursos y explicaciones, había aprendido a callar. El silencio no era renuncia; era un nuevo lenguaje. Uno que no necesitaba ser comprendido por otros. Mis palabras ya no salían por la boca sino que se quedaban atrapadas en una libreta vieja, de tapas ajadas, donde escribía historias con tinta sepia que se corría con el sudor.
Vestía ropa negra, sucia de tierra, la barba larga y revuelta. Llevaba un morral de piel curtida, con olor a mezcal derramado, polvo de carretera y memoria vieja. Ya no cargaba dispositivos, tampoco documentos. Había dejado de conectarme con el mundo, pero seguía dejando archivos en la nube como quien va dejando piedras en el camino. No para que otros me encuentren, sino para recordarme que alguna vez estuve en tránsito.
Uno acostumbra a la audiencia a hablarle en clave. A esconder lo personal detrás de estructuras narrativas que simulan universalidad. Y cuando deja de escribir, algunos creen que se ha callado. No entienden que, a veces, el silencio también es un texto. Sólo que esta vez no lo publiqué. Lo caminé.
El paso al otro lado sería como siempre: un desfile sin épica. Campesinos temporeros con sombreros ladeados, traficantes disfrazados de jornaleros, gringos con cara de haberlo perdido todo en Vegas, y sudacas —como yo— ensayando una serenidad que no tenían. Todos queriendo parecer alguien más, todos fingiendo que tenían un plan. Yo no. Lo único que tenía era tiempo.
Faltaban al menos cinco días para llegar a Tijuana. Cinco días de camiones de redilas, de fondas donde el café siempre está quemado, de baños con puertas sin cerrojo, de perros flacos que no ladran, de ancianas que venden chicles con la misma mano con la que se persignan.
El camino sería largo. Pero eso, en mi caso, era la única promesa que todavía sabía cumplir.
Ya a esas alturas, el polvo y el sol se marcaban como heridas en mi cara. Años de cuidarme del sol por una piel urbana, frágil, quedaban atrás. Como tantas cosas que se abandonan en silencio, sin ceremonia. Lo que antes era rutina —bloqueador, sombra, camisa clara— ahora era memoria inútil. El cuerpo empezaba a parecerse al camino. Y eso, lejos de dolerme, me resultaba justo.
El norte nunca fue mi lugar. Llegaba, hacía lo que tenía que hacer y me iba. Nunca supe si había ciudades más allá del camino, ni personas detrás de las puertas. Sólo sabía que algo quedaba, algo áspero que ahora volvía.
Esta vez era distinto. Esta vez caminaba. Casi sin equipaje, sin prisa, sin horario. Nadie sabía dónde estaba ni qué me proponía. Y esa falta de expectativa me ofrecía un descanso que no había tenido en años. No fue una decisión. Fue una deriva. Como si el mundo se hubiese desvanecido de a poco y yo hubiese seguido andando para no quedarme mirando.
Dormía donde podía. Comía cuando encontraba algo. En algún punto del trayecto —entre cerros bajos y tierra rajada— pasamos la noche en un galpón improvisado, armado con láminas vencidas y olor a tierra. Seis o siete cuerpos acostados sobre el suelo, sin orden. Un hombre encendió una pequeña fogata y colocó una olla abollada sobre tres piedras. El agua, más turbia que limpia, se calentaba mientras la grieta del metal dejaba escapar un hilo constante, como si incluso el fuego supiera que todo gotea.
Uno de los hombres, un muchacho del sur con la mirada quieta, me alcanzó una frazada rota sin decir nada. Me cubrí con la mitad. Nadie preguntó nombres. Dormimos espalda con espalda, como animales que entienden el frío mejor que las palabras.
A la mañana siguiente, él ya no estaba. Dejé escrito en la libreta:
“El silencio no duele. Duele lo que uno decía para evitarlo.”
Seguimos rumbo norte. Los pueblos empezaban a ser menos pueblo y más bordes: caseríos sin tiendas, calles sin señal, perros flacos que no ladraban. Parecían fantasmas resignados a vivir entre polvo y sol. A esa altura del viaje, ya no esperaba nada del camino. Ni revelaciones, ni encuentros, ni descanso. Sólo sombra. Un sitio donde el calor no hablara tan alto.
Escribía poco. A veces una frase, otras apenas un trazo. No eran reflexiones, eran restos. Migas que dejaba caer para no perderme. En otra página anoté:
“Ya no viajo. Me arrastro con dignidad.”
El norte que ahora recorría no tenía jardines. Tampoco promesas. Era el norte real: desordenado, seco, callado. Ese donde el viento golpea sin anunciarse, donde la tierra no simula nada. No se parecía al norte de las revistas ni al de las carreteras limpias. Este era otro. Uno donde no había señales. Y por eso mismo, más verdadero.
No sabía si iba a cruzar. Tampoco si quería. Tal vez lo único que buscaba era llegar al borde de algo. Un límite que no tuviera que negociar. Una línea que no dijera nada. Una frontera muda.
Y aún así, faltaban días. Horas de sol. Horas de espera. Horas de no decir. Por ahora bastaba con caminar hasta encontrar sombra. Y que el viento no volviera con ganas de llevarse lo poco que aún quedaba.
A veces caminaba solo. A veces con otros. El camino alternaba momentos de aislamiento absoluto con períodos breves de compañía: jornaleros temporeros, migrantes que venían de más lejos, hombres que ya no preguntaban nada porque entendieron que las respuestas también pesan.
Con los temporeros compartíamos algo que no era lenguaje, sino una intuición aprendida por necesidad: cómo evitar al narco, cómo leer una mirada, cuándo cambiar de vereda, cuándo quedarse quieto. No lo sabíamos porque alguien nos lo enseñara. Lo sabíamos como se sabe cuándo lloverá: por el aire, por la forma en que se callan los pájaros, por el modo en que se abren las grietas en la tierra.
Los migrantes eran distintos. Ellos venían con el miedo dibujado en la cara, con los golpes sin explicar, con un silencio que no era elección sino consecuencia. Algunos hablaban dormidos. Otros no hablaban nunca. Cargaban no sólo mochilas, sino vidas fallidas. El camino, para ellos, no era el exilio. Era el juicio.
Cartografía del desvío
Una tarde se me pegó un perro. Gordo, desorientado, con los ojos perdidos. Lo supe cuando se acercó a mi sombra y no a mi cara. Le compartí un pedazo de tortilla seca y se quedó. No ladraba. No pedía. No dormía lejos. Lo llamé Harry. Casi nadie entendió por qué. Yo simulé no entenderlo.
Lo curioso fue que Harry no parecía necesitar vista. Se movía con una certeza que yo ya no tenía. Como si su ceguera le hubiera dado acceso a una geometría que los demás ignorábamos. Me empezó a guiar por senderos que no estaban en el mapa. Caminos interiores, entre nopaleras y veredas de tierra suelta, bordeando asentamientos sin ser vistos. Como si hubiera sido un coyote en otra vida. Como si los dos hubiéramos emprendido el viaje no para llegar, sino para evitar.
Una de esas tardes, Harry me condujo hasta un campo abierto donde unos hombres recogían tomates bajo el sol. Pregunté si necesitaban manos. Nadie respondió. Uno de ellos, apenas con un gesto de cabeza, señaló el cajón vacío. Me sumé.
Trabajé dos días. No me pidieron papeles. No preguntaron mi nombre. Recogía los tomates con las manos sucias, agachado durante horas, con la espalda en protesta y el cuello abrasado. Al mediodía compartíamos agua caliente y tortillas frías. Decían poco. Y cuando hablaban, era sobre cuándo cruzar. Pero incluso eso sonaba a silencio.. Sólo el sonido de los frutos cayendo en los cajones, los machetes en la maleza, y el ronquido breve de algún dormido sobre un costal.
Cuando terminó la jornada, el capataz —un tipo curtido, seco— me puso unos billetes doblados en la palma sin mirarme. Era poco, pero era más de lo que tenía. Fui al primer lugar donde servían algo. Pedí tres tequilas y una cerveza. Me los tomé lento. No por saborearlos, sino por el gesto de sentarme como alguien que no tiene prisa. Harry se acostó a mis pies, inmóvil. Lo miraban con extrañeza, pero nadie dijo nada.
Esa noche dormimos bajo un mezquite. El viento traía olor a estiércol seco y ramas rotas. Escribí en la libreta:
“Nos guía lo que no vemos. Nos detiene lo que no podemos soltar.”
Después me acosté. Harry se arrimó. No buscaba calor. Solo compañía.
Habíamos llegado al norte por Chihuahua. No tan al norte como para que el cruce fuera inminente, pero lo suficiente como para que la frontera empezara a sentirse en el aire. A esa altura, el paisaje ya era otro: más árido, más tenso. Los caminos parecían iguales, pero estaban cargados de una vigilancia sin rostro. No había uniformes ni retenes, pero uno sentía que algo observaba desde detrás de los montes, desde los techos planos de casas vacías, desde la mirada baja de un burro atado a la nada.
Yo pensaba en Juárez. Era la salida más cercana. Pero también la más marcada. Demasiado evidente. Demasiado fácil de anticipar. Al primer signo de muerte —un cuerpo tendido al borde de una brecha, una ráfaga lejana, un silencio demasiado perfecto— Harry giró. No fue miedo. Fue algo más primitivo. Una alerta que no necesitó explicación. Se alejó hacia el oeste, sin pausa, como si el instinto lo llevara por una ruta trazada por el hambre, por la experiencia de los que no pueden ver pero igual perciben.
Lo seguí. Ya no me preguntaba por qué. Harry no me guiaba a un lugar. Me guiaba a una forma de seguir moviéndome sin tener que elegir. Caminamos días en ese viaje lateral. Al sur de la idea del norte. Un rodeo sin destino que parecía evitar el cruce, pero a la vez lo volvía más posible. Como si rodear fuera una estrategia más honesta que enfrentar de frente.
Pasamos por rancherías donde la gente no hacía preguntas. Por caminos de polvo tan fino que se pegaba a la piel como una película de sal. Dormimos cerca de canales secos, debajo de puentes oxidados, al amparo de galpones que nadie cerraba porque ya no había nada que guardar.
Harry nunca se alejaba. Su ceguera no lo limitaba. Más bien lo eximía de la distracción. Caminaba como si el mundo estuviera dibujado en sus patas. Y si se detenía, yo también lo hacía. Había aprendido que sus pausas no eran capricho, sino advertencia.
El cruce se había vuelto más difícil con el nuevo gobierno. Pero no más riesgoso que antes. Porque los migrantes no saben de gobiernos. No entienden de reformas, ni de comunicados, ni de promesas en campaña. Saben del ruido que precede a un disparo. Saben cuánto tiempo se puede pasar escondido sin moverse. Saben leer la velocidad de las botas en el monte. Saben cuánto silencio es demasiado silencio.
Harry parecía llevarme a Tijuana. O al menos en esa dirección, aunque sin lógica aparente. Evitaba caminos marcados, bordeaba pueblos sin entrar. Cruzábamos campos sin cosechar, arroyos secos, senderos que no figuraban en ningún mapa. Me llevaba como se lleva un recuerdo: sin rumbo, pero con peso.
Escribí en la libreta:
“No siempre se avanza hacia el norte. A veces hay que rodearlo para que no te trague.”
Y debajo, otra frase, más breve, más cierta:
“Harry no ve. Pero sabe por dónde no morir.”
No entramos a Nogales. La ciudad se extendía como un rumor en el horizonte, con sus luces sucias y su asfalto caliente, pero la bordeamos por los senderos rurales. No fue por miedo. Fue por instinto. Entrar era anunciarse. Y yo ya no quería ser nadie.
No tener nombre es una forma de estar
Me ofrecieron trabajo al oeste, en una franja de terreno sembrado con calabazas y maleza. No era campo formal. Ni finca ni rancho. Era uno de esos espacios temporales donde la necesidad arma su propio sistema. Levantábamos cercas, limpiábamos surcos, enterrábamos botellas rotas y acomodábamos sacos de estiércol en carretillas que se desfondaban con cada intento. Pagaban por día. Sin papeles, sin preguntas. Harry se quedaba a la sombra, inmóvil. Alguien le dio agua. Nadie lo tocó.
Mi aspecto llamaba la atención. No por la ropa, sino por la forma en que estaba. Demasiado callado para un jornalero, demasiado solo para un migrante, demasiado suelto para un agente. No sabían ubicarme, y eso era peligroso. En esos lugares, ser difícil de leer es más riesgoso que estar armado. Así que no hablaba. No buscaba miradas. Hacía el trabajo con el cuerpo bajo y los ojos hacia el suelo, como si supiera que lo que pesa no es el esfuerzo, sino la exposición.
Los senderos de tierra eran más seguros. No porque ofrecieran protección, sino porque no exigían identidad. Nadie preguntaba de dónde venías ni hacia dónde ibas. Se asumía que estabas ahí porque no podías estar en otro lado.
Sabía que esto no podía durar. Ni allá ni acá. Al otro lado no podría seguir entre jornaleros. Me delataría el lenguaje. La forma de observar. El cuerpo que aún recordaba otros entornos más urbanos lejanos del trabajo físico. Y acá, tarde o temprano, mi nombre inexistente, mi acento, mi forma de cargar el morral, todo eso terminaría por señalarme.
Este viaje no era una huida. Era un alto. Una suspensión. Una forma de congelar la identidad hasta que pudiera decidir si volver a tener una. Por eso no escribía ciertas cosas. Las ideas, las líneas de código, las configuraciones que había imaginado —una arquitectura secreta, portátil, móvil como este viaje— las guardaba en la mente. No en la libreta. Sabía que el papel puede quemarse, perderse, abrirse. Pero la mente, por ahora, seguía siendo sólo mía.
Escribí otras cosas, más opacas. Frases que no comprometieran:
“Hay lugares donde pensar en voz alta es igual de peligroso que gritar.”
Y luego:
“No todos los fugitivos huyen. Algunos sólo esperan a que el mundo se canse de buscarlos.”
Seguimos hacia el oeste. Cada vez más lejos de todo lo previsible. La ruta lógica se perdía a nuestras espaldas, y lo que quedaba por delante ya no tenía forma de plan. Llegamos a Sonoyta sin entrar del todo. Apenas bordeamos su espesor. A esas alturas, ni siquiera nos deteníamos. Como si cualquier asentamiento pudiera devorarnos con solo tocarnos.
Pero en vez de cruzar, seguimos. No hacia el norte. Hacia el oeste. Como si hubiera otra frontera más allá de la frontera. Harry marcaba el ritmo. Su paso era lento, constante, sin dudas. Yo no lo dirigía. Lo seguía. Como si algo en él supiera que lo que se necesita no es un lugar, sino una manera de moverse.
El trayecto hacia Mexicali implicaba una decisión que ninguno de los dos tomó en voz alta. Porque para llegar allá había que enfrentarse al desierto. No al calor. No a la sed. Al desierto real. El que borra las huellas de quienes lo cruzan y el de quienes se quedan. El que no pide explicaciones, pero tampoco da segundas oportunidades.
Con lo que nos quedaba en los bolsillos tomamos un autobús desvencijado, de esos que no aparecen en los mapas ni en los horarios. El motor roncaba como un animal enfermo, y los asientos crujían con cada bache. El trayecto duró poco más de tres horas, pero en ese tiempo la piel empezó a pedir agua y el cuerpo silencio.
En el interior, el ambiente era denso. Mezcla de sudor seco, tierra acumulada y ropa vencida. Era evidente: ya era hora de bañarse. De lavar. De soltar algo más que polvo. No por higiene. Por dignidad básica. Por una pausa que recordara que todavía se podía elegir el olor propio.
Al llegar a Mexicali, tampoco entramos del todo. No buscamos avenidas, ni mercados, ni plazas. Sólo un sitio donde dormir y lavar. Encontramos una pensión vieja, casi abandonada, donde se podía llenar una tina y tender la ropa al sol sin que nadie preguntara.
Esa tarde, al quitarme la ropa, entendí algo que venía sintiendo desde hacía semanas. No sólo había dejado mucho atrás. También había soltado peso. No sólo el del morral, el de los dispositivos, los papeles. Había soltado también la carga de sostener una versión de mí. De ser útil. De ser claro. De tener propósito.
Miré la ropa en la cuerda, agitándose con el viento del desierto. No estaba tan gastada, y eso —más que protegerme— me delataba. Quizá no debí lavarla.
Harry dormía a la sombra de una pared, inmóvil como siempre. No se quejaba. No buscaba. No necesitaba nada más que lo que tenía. Y tal vez por eso, seguía viendo mejor que yo.
No escribí nada esa noche. Algunas cosas, si se dicen, pierden efecto.
Harry no ve, pero sabe por dónde no morir
Volvimos al camino. El polvo no tardó en cubrir la ropa recién lavada, ni el calor en secar lo que quedaba del cuerpo limpio. El baño había sido breve, y su efecto se disolvía ahora como una mentira que no logró sostenerse. Volvía a caminar sin rumbo, aunque con ruta.
Tomamos una vía antigua que bordeaba pueblos sin tocarlos. Asfalto quebrado, tramos de tierra suelta, postes que parecían sostenidos más por el recuerdo que por estructura. La frontera no era visible, pero se sentía. Se colaba en la forma en que el paisaje se replegaba, en la desconfianza que flotaba en el aire, en el modo en que todos parecían estar de paso, incluso los que estaban quietos.
A veces se nos cruzaban grupos de migrantes. No saludaban. No huían. Solo pasaban. Cuerpos secos, cargados de urgencia, guiados por un miedo que ya no hacía ruido. En otras ocasiones, camionetas grandes atravesaban el camino con violencia, levantando una nube de tierra que nos obligaba a detenernos. No eran tránsito. Eran señales. Y no saber leerlas podía costar.
Ambos eran un riesgo. Los que corren y los que imponen. Por eso manteníamos la distancia. Harry lo entendía mejor que yo. Al menor indicio, se detenía o se apartaba, como si pudiera oler la tensión antes de que llegara.
Yo no era como ellos. No lo parecía. Y eso, en este tramo del país, podía ser peligroso. Pero en la práctica, también era un ilegal. No por cruzar sin papeles, sino por permanecer sin nombre, y sin ellos, a este lado de la frontera. Por estar aquí sin estar registrado. Por decidir no conectar.
Mantuve ese estado como quien sostiene una fiebre baja para no caer en la lucidez. Como una forma de recordarme que este tiempo no era destino. Que cuando cerrara esta etapa, no podría hacerlo desde dentro. Tenía que salir. Salir del tránsito. Salir del personaje.
Este viaje no era un escape. Era un la secuela no buscada. Una sala de espera sin puerta. Una forma de quedar suspendido entre lo que fui y lo que ya no podía seguir siendo.
Lo supe esa tarde, en un paradero seco a la orilla de un pueblo que ya no estaba en el mapa. Me había detenido para beber algo tibio que llamaban cerveza. Harry dormía a mis pies. Un comerciante, hombre flaco, curtido por el polvo, se sentó cerca sin decir nada. Me miró una sola vez, después bajó la vista y me pidió ayuda. No con un favor. Con una pregunta que sonó más a susurro: “¿Sabes cómo arreglar esto?”
Sacó una computadora vieja, de esas que parecen haber sobrevivido a la guerra y al olvido. El cursor parpadeaba en una pantalla inmóvil. Apreté unas teclas, abrí una terminal, corregí lo que había que corregir. El sistema respondió. Él asintió, agradeció con la mirada, y no volvió a hablar.
Fue entonces que lo entendí. A pesar del polvo, del silencio, de la ropa sucia y del exilio, algo me delataba. No eran las manos, ni la voz, ni el acento. Era el gesto. La manera de tocar esa máquina como si aún tuviera sentido. Como si, en el fondo, siguiera sabiendo para qué servía.
Me quedé mirando la pantalla unos segundos más. El cursor seguía latiendo como una herida. Pensé en el sur. En aquel viaje que no parecía parte de este pero que, en el fondo, quizás lo era. Había comenzado tras un accidente, aunque nadie supo decir si fue más físico o de otro tipo. El cuerpo se curó. Lo demás no. Había bajado por necesidad, pero también por empuje. Y mientras el mundo se cerraba, algo en mí se abría.
Ahí vino lo otro. Una ruptura sin gritos. No por herencias ni discusiones, sino por una forma de cuidado que desgasta. Hay vínculos que se fundan en la culpa, no en el amor. Una madre puede sostener a un hijo durante años sin saber si lo está ayudando o si solo lo acompaña a hundirse más despacio, más aún cuando ella ya no esté. En esos meses, ella no lo sabía. Mi hermano tampoco. A veces son los afectos —no los conflictos— los que más nos inmovilizan. Y fue por eso, más que por lo dicho, que volví a huir del sur. Porque al moverse uno, todo se parte. Incluso lo que nunca se dijo.
Después vino lo que llamé, de manera poco orginal, mi reinvención, aunque ni yo lo creía del todo. Trabajé con dinero que no era mío, en operaciones que producían más números que valor real en la economía. No era un casino, pero casi. La bolsa. Las métricas. Las llamadas vacías que simulan urgencia. Nada me pertenecía, salvo la fatiga y las ganas de escapar.
Y sin embargo, algo de ese lenguaje quedó. Una arquitectura en la cabeza. Un mapa que nunca escribí pero que podía activar si era necesario. Por eso, no tomaba notas. Las ideas, las configuraciones, la estructura que alguna vez soñé, la llevaba en la memoria. No por paranoia. Por necesidad. Sabía que la libreta podía perderse, abrirse, ser revisada. La mente, al menos por ahora, seguía siendo solo mía.
Esa conexión mínima —una cerveza tibia, una terminal reparada, una mirada sin preguntas— me recordó que todavía estaba siendo buscado. No por él. Por las dos únicas personas a quienes mi ausencia no les inquietaba, pero sí les dolía.
El recuerdo del baño, del alivio breve, de la posibilidad de estar limpio, todo eso se desvanecía ahora como una broma mal contada. Lo que quedaba era Harry, el camino, y la certeza muda de que la pausa había terminado.
Esa noche, con el polvo adherido otra vez al cuello y a los pliegues de la playera, pensé que quizás esta era la única forma de avanzar: caminar sin cómo, pero con ruta. Como si el sentido no estuviera en llegar, sino en seguir borrando las marcas hasta que no quede ninguna.
Harry olfateó el aire, ladeó la cabeza y tomó un desvío hacia una brecha sin nombre que apuntaba al sur, como si su viaje hubiera terminado. Antes de alejarse del todo, giró el rostro hacia mí —no con urgencia, sino con esa calma de quien sabe lo que deja— y por un segundo pareció verme. Yo no pregunté. Solo seguí, hacia el oeste.
Volví a ajustar el morral sobre el hombro. El polvo era el mismo. El sol, idéntico. Pero la ruta —ahora sin Harry— parecía más desdibujada. Como si por fin entendiera que uno no siempre elige por dónde ir. A veces solo sigue, no por convicción, sino porque ya nadie lo está esperando.