La línea no era frontera

La línea no era frontera
  • Leer con la musica que está abajo

Ya caminaba solo. Harry, para entonces, debía haberse subido a algún transporte rumbo al sur. Tenía otra misión que cumplir. Ya había hecho su papel conmigo.

Llegué a Tijuana sin ceremonia. Sin relatos. Como se llega a un punto de control interno. El cruce había dejado de ser una posibilidad y se había vuelto un problema logístico. No cruzar era morir en diferido. Pero cruzar mal… era otra forma de detención.

Aquí el riesgo no estaba en moverse. Estaba en detenerse. En parecer confundido. En esperar demasiado tiempo en un lugar equivocado. Lo entendí al primer día: en Tijuana, los márgenes son el centro de la mira.

Por eso avancé. No hacia un destino, sino hacia el norte. Al centro primero, para luego desaparecer hacia el borde. Casi nadie lo hace así. Casi todos se quedan flotando en esa zona gris que prometen las series y los folletos humanitarios. Pero yo sabía que cuanto más tiempo pasara ahí, más visible me volvía.

Mi aspecto no ayudaba. Demasiado sucio para ser turista. Demasiado delgado para ser funcionario. Pero aún conservaba algo: mi identidad legal. Lo suficiente para intentarlo, si sabía cuándo, dónde y bajo qué coartada.

La situación con el ICE estaba desbordada. Lo sabíamos todos. No sólo estaban deteniendo a los sin papeles. Estaban interrogando a migrantes legales, temporeros con visa, incluso residentes. No se trataba de estatus. Se trataba de azar, de perfil, de rostro. No era un filtro, era una ruleta.

A mí se me acababa el tiempo.

Ya no podía operar desde afuera. No sólo por urgencia, sino por estructura. Debía reconectar con el código. Volver a los nodos. No bastaba con observar. Tenía que inyectarme de nuevo en la red. Pero para eso necesitaba lo que nunca había buscado: un lugar seguro.

No refugio. No albergue. Un lugar desde donde no se sospechara. Un backend físico. Una cáscara urbana que no alertara a nadie, pero que me permitiera rearmar la lógica e ingeniería de la plataforma desde dentro. Sin parecer que estaba rearmando nada.

Cruzaría. No por fe. No por valentía. Por función.

Y después… no dejaría rastro.

Recomponer antes del salto

Antes de cruzar, debía volver a parecer persona. No por vanidad. Por arquitectura. En la frontera no se detiene a los delincuentes: se intercepta a los incoherentes. Una barba sin propósito, una mochila fuera de lugar, un gesto extraviado basta para encender sospechas. No se trata de legalidad, se trata de forma. Y la forma, en este punto del mapa, lo es todo.

Entré a un hotel anónimo, pedí la ducha sin dar explicaciones y dejé el morral junto a la puerta, sin deshacer. El espejo empañado apenas devolvía una silueta. No era el mismo, pero debía parecerlo. No había tiempo para nostalgia. Solo para calibración.

Con el cuerpo limpio y algo de compostura recuperada, salí a buscar fondos. No podía usar cuentas conocidas ni dispositivos propios. Tampoco pedir favores. Quedaba una wallet antigua, intermedia, vinculada a una plataforma que nunca fue reportada ni cerrada. Una anomalía financiera sostenida por el descuido de un regulador lento y un bug jamás corregido. Dos extracciones. Dos cafés distintos. Dos IPs prestadas. Lo justo para tres días. Y algunos tragos.

El bar apareció solo. No lo elegí: fueron los otros los que se descartaron. No era turístico, ni temático, ni nostálgico. No tenía cartel visible ni decoración fingida. Dentro, la música era apenas un eco filtrado desde la calle, con ese sonido nuevo de Tijuana que uno no sabe si es expresión local o invención de algún productor con lentes de pasta gruesa y acento importado desde Los Ángeles. Pedí tequila sin nombre y me senté de espaldas a la pared, como aprendí a hacerlo cuando la estabilidad dejó de ser garantía.

No tardaron en aparecer.

Primero la cubana. Luego la veracruzana. No entraron juntas, pero ocuparon mesas contiguas. Eran de la noche, sí, pero no del menú habitual. Ninguna tenía el sobrepeso que exige el olvido ni la ropa que se compra al por mayor. Había algo en su forma de sentarse, en la producción medida, en la mirada sin apuro, que hablaba de otro tipo de escuela. No venían a vender. Venían a mirar.

Nos reconocimos sin decirlo. Hablamos poco, en clave, con referencias que flotaban como rutas desactivadas. Ninguna preguntó quién era yo. Ninguna insinuó nada. Y sin embargo, leyeron todo lo que tenían que leer. Evaluaron acento, reacción, pausa. Y luego, una de ellas —no supe cuál— dijo lo que sólo se dice entre operadores:

—Si alguna vez cruzas y no sabes a quién buscar… pregunta por la dueña de los silencios.

No supe si era una advertencia, una promesa o una amenaza. Pidieron la cuenta, pagaron en efectivo, y se marcharon sin mirar atrás.

Yo terminé el trago, dejé lo justo, y salí sin hablar con nadie.
La calle olía a grasa, a óxido, a gasolina vieja. Ya estaba listo.

Interludio: Últimos gestos

Arranqué una hoja de la libreta y escribí con letras de molde, más legibles que mi caligrafía pretendida de arquitecto.

1.
La frontera no es una línea. Es un malentendido operativo.
Y tú, si llegaste hasta aquí, ya sabes cómo leerlo.

2.
Si te prometen libertad, no pagues.
Si te venden silencio, negocia.
Si no entiendes la diferencia, no cruces.

Lo miré como si fuera parte de una campaña radial de madrugada. Una cuña dirigida a los que no duermen. A los que no preguntan. A los que ya están del otro lado, pero aún no lo saben.

Lo doblé en cuatro. Lo dejé bajo el vaso vacío. No era una despedida. Era una prueba.

Dormí, por fin, pero no descansé. El sueño no fue un refugio: fue una continuación deformada del día. Un espacio sin bordes donde las figuras del pasado y los protocolos del presente se confundían. Aparecí en una oficina sin muros, en lo alto de una torre sin ventanas. Había gente sentada frente a mí: todos vestían bien, pero nadie decía nada. Eran rostros que conocía. Un ex cliente del sector financiero. Una directora de ética corporativa. Un funcionario de seguridad digital que alguna vez me pidió un sistema de alerta temprana “con sensibilidad humana”. Me miraban como si esperaran un pitch. Yo hablaba, pero no recordaba qué decía. Las palabras salían con tono firme, técnico, preciso. Pero no tenían sentido.

En un rincón, sin moverse, vi a mi padre. No participaba. Sólo observaba. Como si esperara que yo fallara. O que callara. Como si supiera que todo lo que decía era mentira. Sentí la vergüenza de alguien que explica algoritmos en un funeral.

Después todo cambió. Estaba en un baño de aeropuerto, sentado en el piso, intentando acceder a un sistema que ya no reconocía mis claves. Cada intento de login activaba una alerta roja en una pantalla flotante. No era mi error: era el sistema el que me rechazaba por haber cambiado. No importaba si usaba mis datos reales o los cifrados. El sistema ya no creía en mí.

Entonces se apagó todo. Oscuridad. Ni sonido ni imagen. Solo una respiración detrás de mí. No pregunté quién era. No me atreví.

Desperté de golpe, con la sensación de haber estado demasiado tiempo en un lugar sin oxígeno. Me dolía el cuello. Tenía la boca seca. Pero no era angustia. Era claridad.
Había llegado hasta el umbral. Y ya no podía volver.
Tenía que cruzar.

El cruce

No recuerdo con precisión el momento exacto en que crucé. O quizás sí, pero aprendí a recordarlo como conviene: sin drama, sin emoción, sin marcas. El cuerpo ejecuta lo que la mente ya aprendió a no narrar.

La fila serpenteaba con lentitud programada. Todos sabíamos que algo pasaba. Había más gente de lo habitual, pero no por volumen: por detención. Varios ya no estaban en la fila. Dos hombres esposados esperaban junto a una pared sin sombra, uno con camisa desabotonada, el otro con la mirada perdida como si no supiera qué día era. Una mujer gritaba en inglés con acento de Houston que no entendía qué había hecho mal. Otra, rubia oxigenada, con el maquillaje vencido por el sudor, lloraba mientras explicaba que su novio le había dicho que por tierra era más fácil. A su lado, una mujer de Puebla sostenía una carpeta verde con visas y recibos impresos en papel húmedo. Repetía en voz baja que todo estaba en orden. Nadie la escuchaba.

La tensión no venía solo de los detenidos. Se sentía entre los agentes. No todos eran del mismo equipo. Había uniformes, sí, pero también civiles con auriculares discretos y actitudes contradictorias. Algunos discutían en voz baja. Otros cruzaban datos en dispositivos sin insignias. El ICE estaba ahí, pero dividido. Cada uno parecía responder a un centro diferente. Los más nerviosos eran los de Homeland. Los más relajados, los que no hablaban. Y entre ellos, los que no parecían buscar culpables, sino activos. No vigilaban. Seleccionaban.

Esos últimos eran más difíciles de ver, pero no imposibles. Siempre en los márgenes, siempre observando a quienes observan. Se notaba que no estaban ahí para detener. Estaban para facilitar. Para abrir el paso a ciertas figuras sin levantar sospecha. Para asegurarse de que ciertos flujos no se interrumpieran.

En ese mar revuelto, mi perfil era lo que convenía no mirar. Sin antecedentes, sin contradicciones, sin signo. Ni demasiado limpio, ni lo bastante sucio. Ni confiado, ni dudoso. Un cuerpo más. Una historia menos.

Un agente cruzó la mirada conmigo. Lo supe por la presión en la nuca. Pero no hizo nada. No lo necesitaba. En ese teatro, a veces lo más útil es dejar pasar a quien no llama la atención por sí mismo, sino por el vacío que deja al irse.

Pasé. No recuerdo si hubo gesto, ni si me devolvieron los papeles. Tal vez dijeron algo, tal vez no. Lo único claro es que, al salir, no sentí alivio. Sentí precisión. Un foco interno, como si cada paso fuera parte de una secuencia ya ensayada.

La frontera, por fin, se había cerrado detrás de mí.
No para protegerme.
Sino para disolverme del registro.

Punto de reinicio

Llegué a San Ysidro con la cabeza baja y los pasos contados. No buscaba refugio, buscaba abastecimiento. En la frontera sur de California, las historias no importan tanto como las funciones. Si sabes para qué sirves, sobrevives.

Lo primero fue renovar el disfraz. Nada que pareciera nuevo, ni demasiado usado. Jeans negros, idénticos a los que ya llevaba, pero sin desgaste en las costuras. Dos playeras negras, lisas, sin marcas, sin texto, sin pasado. También compré un pantalón y una camisa abotonada, por si la ocasión exigía otra fachada: cliente, técnico, visitante. No eran prendas. Eran permisos. Herramientas para flotar sin dejar estela.

Pagué en efectivo. No pedí bolsa. Salí con las prendas enrolladas en el morral, como si fueran parte de un equipaje que siempre había estado ahí.

Después vino lo importante.

Contacté a un cliente antiguo, uno de esos consultores que orbitan el mundo financiero sin tener oficina fija ni tarjeta personal. Nos conocíamos desde hace años, aunque nunca nos habíamos reunido en este lado de la frontera. Me recibió en la trastienda de una casa de cambio disfrazada de local de préstamos. Su apretón de manos fue firme, pero su mirada me escaneó de arriba abajo como si aún dudara.

—Pensé que ya no estabas en circulación —dijo.

—No lo estoy —respondí—. Solo necesito reconectar.

Le interesó más la palabra que el contexto. “Reconectar” en su mundo podía significar muchas cosas: lavar, mover, tapar, migrar. Le bastaba saber que yo no venía a pedir. Venía a proponer.

Me ofreció café, pero traje agua. La conversación fue breve, casi administrativa. No necesitaba convencerlo. Sabía que podía activarse una operación si el flujo era limpio y la procedencia útil. Le pedí acceso limitado a un par de cuentas puente, lo suficiente para justificar pequeños movimientos sin activar alarmas. También mencioné dos nombres conocidos. No preguntó cómo los obtuve.

Antes de despedirme, me extendió una caja sin marcar.
—No deja rastro. Ni geolocalización ni IMEI. Solo red y código. Cambia de clave cada veinticuatro horas.

La abrí. Era un dispositivo compacto, sin marca visible.
—¿Quién lo opera?

—Nadie. Solo lo usamos cuando alguien importante se desconecta.

Asentí. Lo guardé sin agradecer. En este circuito, los agradecimientos despiertan sospechas.

Salí por la puerta trasera. Ya tenía ropa, flujo, dispositivo. Me faltaba algo más: un lugar donde observar sin ser observado. Un punto desde el cual empezar a levantar el código de la plataforma desde dentro del sistema, sin delatarme ni invocar rastros.

Aún no sabía en qué ciudad me quedaría por unos días o semanas sin corres riesgos o dejar rastros. San Diego era solo una pasarela. Pero mientras cruzaba hacia el estacionamiento de un centro comercial sin cámaras, supe que no estaba entrando. Estaba descendiendo. Como quien activa un sistema desde su capa más baja.

Por esas cosas que el algoritmo aún no predice —pero que siempre suceden— me topé con otro cliente. Uno formal. De los que alguna vez asesoré en sus casas de cambio y plataformas de transferencias electrónica. Me reconoció al instante, me abrazó como si nada hubiera pasado y me invitó a cenar. No era una trampa, ni un error. Solo un desvío amable. Pero incluso los desvíos, cuando uno está operando bajo superficie, pueden alterar todo.

Acepté. La cortesía también protege. Pero su afecto, su entusiasmo por contar cómo había crecido su negocio y las oportunidades que se abrían incluso —y a pesar— de la nueva administración federal, terminaron desplazando mis planes iniciales. Yo pensaba moverme hacia el norte por la vía lenta, entre jornaleros, instalándome en zonas donde el tráfico de datos es bajo, donde las redes fallan con frecuencia, donde el anonimato no se camufla: se da por hecho.

Debía evitar hacerme más visible. Cuanto más cerca de Frisco, más cerca de las grandes plataformas. Y más difícil de disimular. Porque cuanto más rápido es el flujo, más rastros deja. Si algo había aprendido en este tiempo es que las verdaderas amenazas no vienen del ICE, ni del DHS, ni de un coyote arrepentido: vienen de una dirección IP limpia, de una actualización automática, de un endpoint mal cerrado.

La plataforma podía avanzar. Pero no desde el centro. No desde donde todos esperan que algo ocurra. El código, para sobrevivir, debía desplazarse hacia donde la vigilancia no sabe leer.

Y yo con él. Así que tracé otra ruta. No la mejor. No la más segura. Solo la que nadie estaba mirando.

Deriva norte

Salí de San Diego al amanecer, con la promesa vaga de retomar contacto en unas semanas. No se fijó fecha, ni canal. Solo quedó flotando la idea de que, si algo era necesario, sabríamos cómo reencontrarnos. Así funcionan las alianzas reales: sin agenda, sin firma, sin expectativa.

Tomé la ruta larga. Evité autopistas conocidas. El tráfico ya no era solo vehicular: era de datos, de rostros, de vínculos cruzados entre placas, peajes y torres de telecomunicaciones disfrazadas de servicio.

La escala en Los Ángeles no fue planificada. Fue una deuda. Un colaborador me contactó días antes, a través de un código que sólo nosotros conocíamos: un patrón de lectura en una publicación abandonada. Era hijo de un temporero. Sabía moverse, pero no sabía desaparecer. Había estado demasiado tiempo en la periferia de una red que ahora lo leía como amenaza.

Lo recogí en las afueras de Boyle Heights, en medio de una ciudad fracturada por las protestas. Drones de vigilancia cruzaban el cielo sin disimulo. Las barricadas eran móviles, líquidas, como si los estallidos sociales hubieran aprendido de los sistemas operativos: reiniciarse, reconfigurarse, replicarse. En cada cuadra, una cámara; en cada rostro, un algoritmo practicando reconocimiento.

Algo en ese paisaje me resultaba familiar. En Chile, justo antes de la pandemia, también había visto cómo una ciudad podía descomponerse en tiempo real bajo un régimen de control preventivo. No eran los mismos uniformes, pero sí la misma coreografía. La experiencia —y más de una operación conjunta— me habían entrenado para leer el terreno, anticipar movimientos, reducir el riesgo al mínimo. Sabía cuándo avanzar. Y cuándo, simplemente, desaparecer del plano.

Nos refugiamos gracias a unas gemelas australianas. Técnicamente, modelos. Pero simultáneamente, algo más. Habían complementado sus carreras en las agencias cuando entendieron que el brillo era solo una variante del control. Tenían un refugio en una esquina industrial reconvertida: colchones en el suelo, sensores bloqueados, una pequeña red de comunicación por onda corta. A pesar del acento, del glamour implícito en sus biografías, estaban metidas de lleno en la lucha contra la administración federal. No por ideología, sino por experiencia: a una colega la habían intentado deportar por error; a la otra, por capricho.

Esa noche fue densa. Las palabras escaseaban y el aire pesaba. Afuera, las sirenas se turnaban con los helicópteros, los altavoces y alguna que otra ráfaga suelta. De tanto en tanto, un grito cruzaba la calle sin dirección. En la televisión, rostros tranquilos insistían en que todo estaba bajo control. Pero afuera, la única constante eran las detenciones aleatorias.

Fue en ese espacio intermedio —donde nada parecía seguro y, sin embargo, todo funcionaba— que volví a pensar en los Altos. En el comienzo. En el verdadero motivo por el que me alejé. Siempre había dicho que fue por agotamiento, por estrategia, incluso por salud. Pero la verdad es otra, aunque todavía no la diga en voz alta. Un aliado, un soporte. No cualquiera. Alguien de adentro. Lo encontraron muerto. No hubo nota. No hubo investigación. Solo un cierre en el sistema y un silencio demasiado ordenado para ser casual. Las versiones eran inconsistentes, pero todas llevaban al mismo lugar: una filtración de código, un informe cruzado, un mail reenviado por error a alguien en una plataforma global. No fueron sicarios, ni bandas locales. Fue algo más pulcro. Más vertical. Más difícil de nombrar.

Desde entonces entendí que este viaje no era una fuga. Era una forma de seguir en el tablero sin figurar en el mapa. De permanecer activo sin aparecer en los registros de quienes ya se sienten ganadores. La plataforma no debía protegerse desde el centro, sino desde las orillas. Porque el código —como los cuerpos que lo ejecutan— sobrevive mejor cuando no responde a ninguna forma fija.

Volví al presente, a ese instante suspendido en tránsito, y me pregunté cuántas personas más serían expulsadas este año. No por riesgo. No por delito. Solo por excedente. Porque ya no se trata de seguridad nacional: se trata de una doctrina de saturación. Un sistema que, al no saber integrar, expulsa por defecto. Las deportaciones han dejado de ser castigo. Ahora son logística. Eficiencia aplicada al descarte.

Y en ese contexto, uno no se salva. Uno se reacomoda. Se disminuye. Se vuelve útil para los que aún no fueron detectados.

Me cuesta hablar de sacrificio sin sentir que estoy citando a alguien más. No hay épica en lo que hago. Ni mandato. Solo queda la certeza de que millones van a caer —por error, por arbitrariedad, por decisión política disfrazada de trámite—, y que, si uno puede sostener a unos pocos sin romperse, ya es mucho. A veces me preguntan, con tono amable o sarcasmo, si no me pesa la soledad. Pero esto no es soledad. Es aislamiento. Y el aislamiento, cuando se elige, no es un castigo: es una herramienta.

No tengo vocación de mártir ni delirio de justiciero. Tampoco necesito inventar síndromes de moda para justificar lo difícil que ha sido todo. No me escondo en la infancia, ni idealizo —ni mucho menos demonizo— a la familia. No recito mantras sobre el trauma, ni me aferro a excusas biográficas. La vida es la vida. A veces se pone densa, torpe, brutal. Pero sigue. Y si sigue, yo también. Aunque no siempre sepa desde dónde. Aunque, a veces, del otro lado ya no quede nadie.

Nos fuimos temprano, antes de que la ciudad despertara del todo. Fueron ellas quienes nos sacaron. Con movimientos medidos, casi coreografiados, nos guiaron por una salida lateral que daba a un estacionamiento abandonado, y de ahí a una avenida secundaria sin cámaras. No sabíamos si nos estaban protegiendo o despidiendo. Tal vez ambas cosas. Nos abrazamos brevemente, sin palabras. En esa casa sin símbolos había más lealtad que en muchas estructuras con manifiesto.

En el auto, el muchacho se durmió. Mientras avanzábamos hacia el norte, los campos comenzaban a abrirse como glitch en cámara lenta: líneas rectas, hileras de árboles, estaciones de servicio con luz opaca. Nada parecía sospechoso. Nada parecía seguro.

Aún no habíamos llegado, pero yo ya sabía que ese sería el lugar.

Entramos a Sacramento por una calle lateral, sin apuro, como quien ya ha aprendido que el ritmo también es parte del camuflaje. Dejé al colaborador en una zona residencial modesta, sin cámaras evidentes ni vecinos demasiado atentos. Le entregué un dispositivo sin historial y un número escrito a mano, por si algo fallaba. No dijimos adiós. En este mundo, las despedidas sobran.

No me quedé mucho tiempo en la calle. Caminé un par de cuadras, tomé un desvío leve y llegué a lo que sería mi nueva residencia: cerca del Consulado General de México. A primera vista, una decisión torpe. Exposición máxima. Cámaras, registros, consulados, diplomáticos, empleados públicos. Pero no. Esa era la clave. Lo obvio protege. Nadie sospecha del que se instala donde todos miran hacia otro lado.

En lo físico, era más riesgoso. Pero para el código, para los datos, para esa red dormida que aún podía despertarse, era el único sitio donde nadie buscaría.

Ahí —y solo ahí— podía empezar a recomponer lo que había quedado disperso. No buscaba seguridad, ni control. Solo cierta estabilidad mínima. Algo del cuerpo. Algo de la mente. Esas funciones elementales que, por meses, había operado en modo de contingencia.

Esa noche apagué todo. El router. El teléfono. La conciencia de estar siendo observado. Me recosté sin urgencia, sin plan de fuga, sin necesidad de fingir descanso. No era un escondite. Tampoco un manifiesto.

Simplemente, por primera vez en mucho tiempo, no necesitaba estar disponible.

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