Una épica. Un pueblo. Una guerra.

Una épica. Un pueblo. Una guerra.

La historia del pueblo judío, como la de cualquier grupo humano que haya atravesado los siglos con más libros que batallas, más mandamientos que fusiles, es una sucesión interminable de contradicciones. Hay en ella mártires y mercaderes, profetas y proxenetas, Herodes y Moisés, ideales sublimes y cálculos implacables. Es decir, la historia de la humanidad. Solo que escrita con una pluma más afilada y leída con una devoción más neurótica.

Éxodo

Mi primera conexión con ese relato no fue teológica ni política, sino televisiva. En la infancia, durante Semana Santa, la televisión abierta se convertía en un templo involuntario de largas maratones de películas “de época”. No había distinción entre testamentos: Los Diez Mandamientos, Ben-Hur, Quo Vadis, y por alguna razón inexplicable, también Espartaco, que no era precisamente bíblica pero cumplía con los requisitos visuales: sandalias, latigazos y romanos enojados. Al parecer, para los programadores católicos del viejo Canal 13, bastaba con túnicas, desiertos y cierta gesticulación solemne para entrar en la parrilla pascual.

Pero entre todas ellas, hubo una que me descolocó. No por su estética —igual de ampulosa que las demás— sino por el tono. Éxodo (1960), dirigida por Otto Preminger, basada en la novela homónima de Leon Uris, con un guión adaptado por el proscrito Dalton Trumbo. No hablaba de Dios, ni de Jesús, ni del imperio romano. Hablaba de Israel. Y no del Israel del Antiguo Testamento, sino del nuevo, el fundacional, el que nacía de la ceniza europea con uniforme militar y mirada luminosa. Paul Newman interpretaba a un judío secular que podía disparar, seducir y liderar al mismo tiempo. Era como ver a Moisés con bíceps de Hollywood y acento de la Ivy League. El relato era claro: los judíos habían sufrido mucho, ahora les tocaba ganar.

Décadas más tarde, en otra vida y con otras referencias, esa película me volvió a encontrar. No ya en la pantalla, sino en un guión: Mad Men. Don Draper, el protagonista, debía diseñar una campaña turística para Israel. Era la década previa a la Guerra de los Seis Días, cuando Tel Aviv todavía parecía una mezcla incómoda entre kibutz y casino. El encargo tenía un aire mesiánico y, a la vez, profundamente mercantil. Pero lo más perturbador era lo personal: Draper había tenido un affaire con una heredera judía, dueña de un almacén en Nueva York que aspiraba a convertirse en un Saks Fifth Avenue kosher. Era una historia de identidad y deseo, pero sobre todo de simulacro. Porque Don —como tantos goyim antes y después— no entendía bien qué era eso que lo atraía tanto: si el mito o la culpa.

Cuando vi la película por primera vez, yo no estaba para sutilezas ni matices. Tenía pocos años y una confusión mental imposible de resolver. El Ejército chileno desfilaba en el Día de las Glorias del Ejército con paso de ganso, uniformes prusianos e incluso cascos alemanes que yo había visto en documentales de la Segunda Guerra. Porfiadamente le decía a mi padre: “Son alemanes, son alemanes”, que para mí era lo mismo que decir: “Son los malos, son los malos”.
Casi un año después descubrí que no eran alemanes.
Pero sí eran los malos.

Pocos años después, ya bajo la dictadura, me tocó vivir unos meses en casa de mis abuelos. Ahí la disciplina era un poco más laxa: me permitían quedarme viendo televisión hasta que la programación se extinguiera en esa estática azul que, por alguna razón, me parecía el lenguaje secreto del mundo.

Los días jueves, la dictadura cívico-militar —esa que se jactaba de ser ordenada, occidental y cristiana— había establecido una “franja cultural” para responder a las críticas sobre el apagón cultural del país. También como gesto compensatorio hacia los artistas, escritores e intelectuales que había exiliado, perseguido o asesinado. En sus inicios, el régimen olía a franquismo rancio: desfiles católicos del Opus, marchas marciales, y de fondo esa obsesión reciclada con la "conspiración judeo-masónica". Pero como todo régimen, tenía rendijas. Y por alguna grieta burocrática —tal vez un programador cansado o un general distraído— se colaron varios documentales sobre el Holocausto. Imágenes reales, no recreaciones edulcoradas. La Shoá sin Spielberg: cámaras temblorosas, cuerpos apilados, testimonios con acento roto. Lo que más tarde sería la Lista de Schindler aquí parecía un campo de veraneo.

Yo tenía menos de diez años, pero no había ambigüedad posible: el mal estaba claramente representado. Los judíos eran las víctimas, y no tomar partido por ellos hubiese sido una traición a mi propia idea de justicia. Casi al final de esa temporada en casa de mis abuelos, vi varios especiales sobre el Mossad y sobre Simon Wiesenthal, el cazador de nazis. Para mí, eran épicos. No solo hacían justicia: vengaban a los débiles. No disparaban en nombre de una bandera, sino de los muertos. Y eso me conmovía. Me identificaba. En mi lógica infantil, yo también estaba del lado correcto. El espíritu de justicia, o al menos su versión televisiva, me habitó con fuerza.

Lo que más me chocaba era cómo esos criminales —que no habían sido monstruos solitarios, sino funcionarios de un régimen celebrado por el 80% de sus compatriotas y por no pocos aduladores de ascendencia poco aria— terminaban sus días como pícaros, escapando con dinero suizo, protegidos por el Vaticano y las iglesias conservadoras. Era un guion indignante, pero real.

Esa idea me acercó enormemente al pueblo judío. No al de la Biblia, ni al de Éxodo, sino al que había sido perseguido, torturado y luego silenciado por la diplomacia de la Guerra Fría. Sentí una afinidad verdadera. Hasta que conocí a los primeros israelíes.

Llegaron a mi colegio católico con una puntualidad tan pulida como sus discursos. Era un lugar donde la liturgia convivía sin mayores sobresaltos con una colonia mayoritaria de sirios, palestinos y libaneses. Una demografía densa, pero que en mi adolescencia pasaba inadvertida bajo la pátina de la educación religiosa y el catecismo institucionalizado. Curiosamente —o quizás no tanto— nunca supe cómo llegaron. Ni quién los había invitado. Lo cierto es que, en un colegio con mayoría árabe y yo como presidente del centro de estudiantes, me tocó ser el anfitrión de unos emisarios israelíes sin saber si alguien más quería que lo fuera. A veces, uno representa sin mandato. Y lo hace con cortesía. Como si la legitimidad pudiera improvisarse.

Los israelíes venían en misión amable, casi turística. A hablarnos de los kibutz, de la posibilidad de pasar un año sabático entre naranjos colectivos y hebreo intensivo antes de ingresar a la universidad. Traían folletos plastificados, sonrisas entrenadas, y esa energía de “nueva frontera” que mezclaba utopía agrícola con promesa tecnológica. Y aunque mi militancia ya orbitaba con claridad alrededor del socialismo comunitario, la invitación no me pareció ideológica: me pareció estética. Un marketing de luz.

En esa presentación no había rastros de las guerras recientes, disputas entre derechistas y laboristas. Ni siquiera una alusión mínima al conflicto, como si el Estado judío —ese que yo había aprendido a reverenciar a través de documentales del Holocausto y biopics del Mossad— se hubiera depurado de sí mismo. Habían destilado el mito, sí. Pero en ese proceso —quizás sin quererlo— también habían apagado la herida. Lo que se ofrecía ya no era un país asediado, ni un bastión de resistencia ética, sino una propuesta funcional: sol, juventud, campos comunitarios, crecimiento personal. Israel no se presentaba como el sobreviviente de una tragedia milenaria, sino como el destino de una promesa organizada. Un país que hablaba con la voz amable de una agencia de viajes. Y quizás, después de todo, la campaña de Don Draper sí fue real. No la de un pueblo que emergía de las cenizas, sino la de una marca que aprendió a vender su trauma como destino turístico.

Y fue ahí donde algo, apenas perceptible, empezó a desentonar.
No me alejé. No desconfié. Mucho menos rompí. Mi ilusión se mantuvo intacta.
Solo me desconcerté.

Una guerra incipiente en el Líbano frustró el viaje. Aquella oportunidad que se me había presentado como luminosa —trabajar en un kibutz antes de comenzar los estudios universitarios— se disolvió en columnas de humo televisadas y en titulares cada vez más escuetos, como si la prensa hubiera decidido que la violencia en Oriente Medio era demasiado reiterativa para merecer explicaciones. Pero la vida, en su lógica alternativa, no me dejó sin compensación: me ofreció el privilegio —o el extravío— de militar como goy, con entusiasmo sincero y una cuota tolerable de torpeza, en varias organizaciones judías. Todo gracias a la complicidad afectiva de un amigo del alma, de esos que se extinguen no por traición, sino por decantación: el paso por los campus universitarios, como la lluvia fina, corroe incluso los vínculos más sólidos.

Mi facultad, por entonces, tenía la mayor densidad de estudiantes judíos de todo el sistema de educación superior. Fue ahí donde empecé, por fin, a percibir lo que hasta entonces había confundido con unidad: las fisuras. Las discusiones soterradas. Las líneas de tensión que no figuraban en los afiches, pero sí en los silencios. Había judíos que defendían con convicción a Pinochet y otros que cargaban la ausencia de familiares detenidos desaparecidos. Algunos orbitaban con naturalidad la estética de Maccabi —limpia, disciplinada, deportiva—, mientras otros citaban a Martin Buber entre reuniones de la Hashomer Hatzair en Santiago, ese espacio donde la utopía todavía sobrevivía como gesto, como retórica, como eco distante de la izquierda chilena que aún no se resignaba al naufragio.

Por supuesto, me sumé a Shalom Ajshav (Paz Ahora), justo en medio de la primera Intifada. Aquella decisión, tomada sin estridencia pero con convicción, no pasó inadvertida. Los sectores más reaccionarios no veían con agrado a un goy que además parecía visiblemente incómodo con el Likud. Era, para ellos, una doble herejía: extranjero e ideológicamente contaminado. La izquierda de los otros, como si esa categoría tuviera alguna legitimidad según el lugar de donde se la mira.

Por esos años —quizá por necesidad, quizá por contagio— empecé a devorar compulsivamente el cine de Woody Allen, acompañado por amigas igual de neuróticas y caústicas que los personajes de sus películas, todas integrantes de la misma comunidad que me abría las puertas con una mezcla de afecto y reserva. Encontré ahí algo más que un pasatiempo: una clave interpretativa. Allen no ofrecía redención, ni heroísmo, ni una visión idílica de su cultura. Ofrecía lo contrario: un espejo torcido, brillante, incómodo. Ese humor autoirónico, brillante y vencido, era para mí una forma de resistencia más genuina que cualquier consigna.

Ese mismo tono, sin saberlo, lo encarnaba un colega de apellido Zaks. Parecía haber salido directamente de Annie Hall, pero con pasaporte chileno.

Y por un tiempo creí —con ingenuidad, sí, pero también con fe— que ese era el equilibrio posible: entre el compromiso político, el humor triste y la herencia intelectual.
Todavía no había llegado el desgarro.
Eso vendría después.

Munich

Munich no es una película de espías. Es una película de duelo. Pero no del duelo solemne, procesado, ritualizado. No: es el duelo mal digerido. El que se filtra por las costuras del poder. El que se convierte en doctrina. Un duelo encapsulado en un operativo que finge buscar justicia pero ejecuta otra cosa: una pedagogía del exterminio meticuloso, casi quirúrgico, sostenido por el secreto, justificado por el trauma y ejecutado con la frialdad de quien aprendió a dejar de sentir para poder seguir matando.

Spielberg, que nunca ha sido ingenuo, filma ese tránsito sin adornos. Con distancia. Como quien ya no cree, pero no puede dejar de mirar. El Mossad que aparece en Munich no es el que cazó a Eichmann ni el que reverenciábamos en la figura de Eli Cohen —ese héroe solitario cuya entrega, encubierta y total, aún es llorada como sacrificio. Lo que vemos en cambio es un aparato que ha dejado atrás la dimensión épica. Ya no arriesga hombres por ideales. Solo ejecuta nombres por sistema. Sin liturgia. Sin épica. Sin redención.

En la pantalla, Avner —interpretado por un Eric Bana contenido hasta la asfixia— recibe la orden de encabezar una célula clandestina encargada de eliminar, uno por uno, a los supuestos responsables del atentado en los Juegos Olímpicos de 1972. No hay juicios. No hay deliberación pública. No hay pruebas confrontadas. Solo una lista, algunas fotos, direcciones, y una coreografía repetida de bombas ocultas, armas limpias y documentos falsos.

Para mí, ver Munich no fue asistir a una película. Fue presenciar una confesión. No por los atletas asesinados —cuyo dolor es real y cuya muerte exige memoria—, sino por la otra pérdida, menos visible: la de un ideal. Ese sionismo laico que se decía herido pero no vengativo, fuerte pero no brutal, inteligente pero no cruel. Ese Israel que uno, en su romanticismo de izquierda, había querido creer distinto. No mejor. Solo distinto.

Lo que Munich muestra no es un exceso. Es un método. Un lenguaje. Una lógica. Ya no se trata de hacer justicia ante el horror. Se trata de administrarlo. De convertir el dolor en manual. Y de blindar ese manual con la impunidad que otorgan los símbolos: la historia, la supervivencia, la amenaza permanente.

Avner no es un héroe. Tampoco un monstruo. Es lo que sucede cuando un Estado decide que su duelo debe expresarse en actos, no en palabras. Y que esos actos ya no necesitan ética, solo eficacia. Lo que se quiebra en Munich no es solo la ética del Mossad: es la ilusión moderna de que el sufrimiento ennoblece. De que el trauma, por sí solo, da derecho a algo más que memoria.

Y para quienes, como yo, habíamos creído —con fervor juvenil y un entusiasmo un poco prestado— que Israel era otra cosa, Munich fue un temblor. No un derrumbe. No todavía. Pero sí una grieta profunda en el suelo narrativo. Como si el país que admirábamos se hubiera desplazado, imperceptiblemente, hacia una versión más sobria de sí mismo. Más eficaz. Más blindada. Más sola.

Y, por eso mismo, más parecida al mundo que decía combatir.

Fauda

Y luego vino Fauda. A estas alturas, poco quedaba de idealismo y mucho más de cálculo, de estrategia, de táctica. El relato épico ya no se disputaba en el plano moral, sino en la edición final del capítulo: quién muere, quién traiciona, quién sobrevive por la eficacia del algoritmo narrativo. En ese clima conocí, en México, a un cliente singular: chileno-israelí, excombatiente de la guerra del Líbano, con quien cultivamos una atención mutua casi devota, como si ambos —desde lugares distintos— reconociéramos en el otro el desgaste de ciertas batallas.

Medía más de un metro noventa, pero hablaba como si el cuerpo ya no le perteneciera. Como si su tamaño fuera apenas la carcasa de algo que había quedado atrás, enterrado en otro idioma, en otro clima, en otra vida. En esa inmensidad física cargaba una melancolía espesa, invulnerable al consuelo. Un día, con el vaso a medio llenar y los ojos perdidos en una sombra que ya no estaba en la habitación, me dijo: “Eso no te lo puedo contar... no sin desaparecerme antes, tragado por la vergüenza”.

Se refería a la venganza que ejecutó su unidad después de perder a su mejor amigo dentro de un tanque: un RPG había entrado por el cañón y lo había pulverizado desde adentro. Le tocó a él —a Arnoldo— sacar los restos. Con espátula. Literalmente.

A los pocos años, Arnoldo —porque así se llamaba— se quitó la vida. Como tantos de su generación. No por cobardía, sino por acumulación. Porque a veces el heroísmo, cuando deja de tener quien lo escuche, se vuelve intolerable.

Y ahí entendí qué representaba Doron, el protagonista de Fauda: no al héroe, ni al verdugo, sino al sobreviviente de ambas condiciones. El tipo que no tiene tiempo de pensar porque si pensara, no podría levantarse. El que ya no actúa por convicción, sino por inercia. Fauda no es un thriller: es un régimen afectivo donde todos se equivocan, todos ejecutan, y nadie duerme. Es Israel como coreografía de la crueldad, sin pausa ni sentido.

Y entonces —como dicta la maldición del 18 Brumario—, la historia volvió a repetirse. No como tragedia. Sino como farsa.

La Vida de Brian

Y entonces llegó La vida de Brian. No como un descubrimiento cinematográfico, sino como un espejo retroactivo. Una forma de entender, a destiempo, que el relato mesiánico no termina en la tierra prometida ni en la justicia infinita. Termina en el ridículo.

Monty Python no se burla de los judíos. Se burla de todos. Pero lo hace con una precisión incómoda, especialmente para aquellos que —como ciertos sectores del sionismo actual— han convertido la excepcionalidad en dogma. Porque La vida de Brian no parodia la fe: parodia el delirio de las sectas, la lógica tautológica del fanático, y la repetición mecánica de consignas vacías. Brian —el hombre equivocado en el momento incorrecto— se transforma en Mesías por error, y desde ahí todo se degrada: los seguidores se dividen en facciones, los símbolos se absolutizan, los eslóganes se recitan sin saber por qué. Nadie escucha. Todos proclaman. Nadie piensa. Todos obedecen.

El Frente Popular de Judea no logra coordinar ni una consigna con el Frente Judaico Popular, pero coinciden en una cosa: el enemigo es Roma. Mientras tanto, Roma gobierna. Recauda. Ordena. El Imperio no necesita reprimir: ya logró que los otros se despedacen entre sí.

Y entonces uno entiende. Que lo que hoy vemos en la derecha israelí, en Bibi Netanyahu convertido en apóstol de sí mismo, en los colonos que escupen sobre niñas palestinas, en los ministros que citan la Toráh mientras aprueban masacres masivas o quirúrgicas, no es la continuación del relato bíblico. Es su versión de sketch. Por eso apoya desmantelar lo poco que va quedando del viejo Estado Judio después del relato cinematográfico del Exodo, pero cuidando sus privilegios pagados con impuestos, mientras apoyan la guerra pero cuidando de que no recluten a sus hijos y seguidores. Una Parodia.

Bibi no es Moisés. Es Brian con lobby en Washington. Un operador electoral que toca la flauta en la ceremonia del sacrificio mientras simula portar tablas sagradas, a veces lo siguen los niños, en otras las ratas, igual que en el cuento.. Que necesita mantener la guerra —ayer con Gaza, hoy y mañana con Irán, después quizás con Turquía— no por estrategia, sino por supervivencia personal. Porque sabe, como todo pillo profesional, que si la guerra termina, lo espera la cárcel. No por La Haya. No por Gaza. Sino por corrupción doméstica, por tráfico de influencias, por delitos menores y torpezas mayores.

Por eso su obsesión por despedir al fiscal general, por intervenir la Corte Suprema, por colonizar la justicia como último refugio. No es sionismo radical. Es autopreservación.

Sus seguidores no son apóstoles ni resistentes. Son turistas ideológicos. Viajan desde Miami o Ramat Beit Shemesh a tomarse selfies con chalecos antibalas, citan a Ben-Gurión sin haberlo leído, y se sienten protagonistas de una épica que en realidad es una franquicia: una historia licenciada, con derecho de exclusividad moral, merchandising aprobado, y exención de toda responsabilidad. Lo que más sorprende es que la inmensa mayoría de los israelíes y judios no lo vean, pero siempre hay un 20% que no cae, que no se corrompe.

Pero esta historia no es nueva. Es Galtieri invadiendo las Malvinas con el 80% de los argentinos aplaudiendo, incluidos muchos que apenas unos meses antes lloraban a sus hermanos, primos o amigos desaparecidos por la misma dictadura. Así funciona la fiesta de la identidad cuando está en manos de los pillos: no hay historia que no pueda transformarse en coartada.

Y como en La vida de Brian, el peligro ya no está en el Imperio. Está en la secta. En la multiplicación infinita de frentes, todos convencidos de su verdad revelada, todos denunciando al otro por tibieza, por traición, por desviación. Un ecosistema de militancia autotuneada, donde el extremista judío se abraza al evangélico estadounidense, el neonazi ucraniano posa con un rifle israelí, y todos creen —con milagrosa impunidad lógica— que están del mismo lado.

Porque los antisemitas, con toda su torpeza, se han equivocado siempre. La mejor manera de enfrentar a los judíos extremistas y supremacistas no es con odio diferencial. No es demonizarlos. Es igualarlos. Mostrar que no son los elegidos, sino simplemente otro grupo humano, con la misma proporción de miserias y virtudes que los católicos, los protestantes, los musulmanes, los budistas, los chilenos, los argentinos o los mexicanos. Que su librito que les prometió una tierra en un lugar definido tiene tanto o poco valor como otros libritos en los que creemos en el pensamiento mágíco, pero que ninguno de nosotros tiene el derecho divino a creer el elegido a imponer a otros sus superticiones.

Humanizarlos no es exonerarlos: es quitarles el privilegio narrativo. Es decirles que sus crímenes son exactamente iguales a los de cualquier nacionalismo autoritario, cualquier teocracia en ruinas, cualquier poder que se blinda detrás de un libro para garantizar impunidad. Porque no hay castigo más efectivo para un supremacista que mostrarle que no es especial. Que no está más allá del bien y del mal. Que es exactamente como los demás. Que la shoa no es una línea de crédito revolvente, sin límite y sin plazos, que hasta los alemanes ya se cansaron de su pecado histórico.

Los ayatolas chiitas, si hubieran entendido realmente cómo se libra una guerra cultural, habrían hecho una inversión mucho más rentable financiando museos de la diáspora. No para cuestionar el sufrimiento judío, sino para mostrar —con método y con archivos— que no existe una etnia del pueblo judío, ni una unicidad religiosa o laica que no haya estado en disputa desde sus orígenes. Que el judaísmo, como toda identidad extensa, se define más por sus fracturas que por su coherencia. De otro modo —si de verdad existiera ese consenso esencialista que algunos invocan— fanáticos religiosos y ultraderechistas judíos mexicanos no estarían organizando, desde las instalaciones de la Comunidad Bet El, talleres con títulos tan básicos como ¿Qué es ser judío?

¿En qué se diferencia Bibi de un político corrupto del viejo PRI o de la Argentina Mileista o K? En nada. Son miserias humanas administradas por operadores hábiles. La única diferencia es el relato. Pero el relato —cuando se cae— revela siempre lo mismo: la impunidad, el cinismo, la codicia.

Como al final de La vida de Brian, mientras todo arde y la cruz se convierte en escenario, ellos siguen cantando: Always look on the bright side of life. Aunque el mundo se queme. Aunque el Mesías no llegue. Aunque el Mesías —ese que alguna vez fue promesa y hoy es apenas un eslogan con expediente judicial— no haya existido nunca. Porque al final, y esto es lo insoportable para los fanáticos de todos los libros, los judíos no son distintos. No son mejores ni peores. No son el pueblo elegido ni una anomalía histórica. Son, como nosotros, como todos, la misma mierda. Con la única diferencia —y eso sí es mérito casí estético— de que algunos, simplemente, son mierda kosher.

Nada es para siempre

Hoy, mientras la guerra se recicla como necesidad de campaña, mientras los discursos mesiánicos se estampan en camisetas, mientras Netanyahu toca la flauta como un Hamelin blindado y los colonos pasean su impunidad como si se tratara de una medalla bíblica, lo único que queda —para quienes ya no creemos, pero tampoco odiamos— es narrar. Sin lágrimas. Sin épica. Sin esperanza.

Narrar, simplemente, que un pueblo que quiso ser elegido terminó pareciéndose demasiado a todos los demás. Y que, paradójicamente, ese parecido —ese abandono involuntario de la excepcionalidad— es quizá su mejor seguro de subsistencia. No ser el pueblo elegido, sino uno más. Uno como cualquiera. Aunque algunos, todavía, insisten en ser elegidos.
Incluso para el ridículo.

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